Nicaragua tiene apenas un 14% de su población indígena
Las diferentes poblaciones indígenas de Nicaragua enfrentan violencia e imperativos de asimilación forzada desde hace siglos.
El Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas estimó en 2021 que en Nicaragua hay alrededor de 387 mil ciudadanos indígenas en el Pacífico nicaragüense, divididos entre las etnias chorotega, cacaopera, sutiaba y nahua; y unos 566 mil en las regiones autónomas de la Costa Caribe, divididos entre las etnias miskito, mayangna y rama, a los que suman unos 45 mil afrodescendientes divididos entre la etnia kriol y la garífuna.
Es decir que, de los 6.8 millones de nicaragüenses que habitan en el territorio nacional, 992 mil son indígenas, lo que es decir, cerca del 14% de la población, aunque otros estimados, como los de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe y el Banco Mundial, lo posicionan más cercano al 8% al contar como mestizos a buena parte de la población en el Pacífico.
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Nicaragua es el segundo país con mayor población indígena en Centroamérica, aunque la región presenta contrastes abismales. El primer puesto, Guatemala, cuenta entre 41 y 43% de su población como indígena. Inversamente, en Honduras ese número oscila entre 7 y 8%, en Costa Rica se ubica en un 2.4% y en El Salvador es apenas un 0.2% de su población.
La explicación más sencilla de por qué hay tanta disparidad entre uno y otro país en cuanto al porcentaje de población indígena tiene que ver con la demografía prehispánica. Los centros de civilización precolombinos más grandes, ubicados en México (bajo la alianza de las tres ciudades aztecas), Guatemala (civilización maya tardía) y Perú-Bolivia (el Tahuantinsuyo inca), retuvieron en buena parte su población a pesar del yugo español y las enfermedades de los europeos que diezmaron su población.
Por otro lado, la colonización española en América mantuvo una lógica de asentamiento que desposeyó y llevó a la periferia a cientos de miles de indígenas, y las sucesivas repúblicas del siglo XIX intentaron desarraigar su identidad en nombre de la “unidad nacional” comprendida desde nociones europeas, un proceso que persiste de ciertas maneras a pesar de los avances sociales.
Brisa Bucardo, periodista y activista de la etnia miskita en pro de los derechos indígenas, sostiene que “el racismo es una conversación incómoda todavía para los nicaragüenses”, y el racismo también se expresa en las presiones existentes para que las poblaciones indígenas se integran a un modelo económico que exige hacer a un lado su identidad y cultura.
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“El nacer en una comunidad indígena y el tener cierto color de piel”, considera Bucardo, “ya te van condicionando para cierto futuro” y “aunque (los miskitos) no fuimos colonizados como en el Pacífico —porque mantuvieron relaciones diversas con entes coloniales, en particular el Imperio Británico, entre 1630 y 1787—, estamos viviendo un proceso de colonización en nuestro territorios“.
Se trata de un proceso de dominación físico-económica, propiciado por el avance de un modelo neo-extractivista en el que el Estado de Nicaragua, bajo la administración sandinista de Daniel Ortega y a través de empresas estatales o mixtas y de capital extranjero, que consuma el saqueo de las regiones autónomas a perjuicio de sus pobladores originarios.
Comunitarios indígenas armados para defender sus territorios de los colonos en 2016.
La violencia de los colonos, mestizos que se asientan por la fuerza en tierra comunal y reservas de biósfera, ocurre sin que las autoridades intervengan, expandiendo la frontera agrícola y de explotación maderera y minera. Pero, además, Bucardo apunta a que los pueblos originarios están “viviendo un proceso de colonización mediática a través de la inundación de culturas externas, ajenas a lo nuestro; ha sido un proceso fuerte a través de diferentes espacios y medios”.
Se trata de un modelo de dominio colonial remontándose a la imposición de la autoridad nicaragüense sobre la región en tiempos del dictador José Santos Zelaya (1893-1909), cuyo objetivo también era la aculturación total de la región.
Bucardo, oponiéndose a ese modelo, anhela un país en el que los signos de identidad indígena no sean marginados ni sinónimos de ideas anticuadas de “incivilidad” y “atraso”, así como trabaja, desde el exilio, como muchos otros coétnicos, denunciando la violencia que se alimenta de los estigmas culturales.
“Es una lucha constante para mantener lo propio, nuestras costumbres, nuestras tradiciones, nuestra cosmovisión como pueblo también y, por supuesto, nuestra lengua”, concluyó.