El camino de los migrantes: una crónica contada desde la voz del periodista Josué Garay

Una crónica de los riesgos y temores en el duro camino que atraviesan los migrantes hasta lograr entregarse a las autoridades de Estados Unidos. Contada personalmente por un periodista de República 18.

  • 3:49 pm
  • Ene 19, 2023
migrantes parole humanitario
República 18

Para nadie es un secreto que el sombrío panorama político, social y económico causado por la dictadura de Daniel Ortega en Nicaragua ha provocado una grave crisis migratoria. Miles saliendo por la asfixia económica y centenares más huyendo por la sistemática persecución política, como en mi caso, que en esta crónica contaré en primera persona las vicisitudes de todo lo que se sufre en “el camino de los migrantes”.

La decisión de exiliarme y buscar protección en Estados Unidos fue, por mucho, la más difícil de tomar. Habían tres factores que básicamente me ponían a dudar: el alto costo de migrar irregularmente cruzando parte de Centroamérica y México; el alejarme de mi familia y amistades; y el reflexionar que es un viaje que te puede llevar incluso a morir en el intento, como le ocurrió a más de 80 nicaragüenses durante el 2022 en su intento por llegar a territorio estadounidense, según registros de la organización Nicaraguan American Human Rights Alliance (Nahra). 

Me entregué a las autoridades de la patrulla fronteriza de Estados Unidos el 28 de diciembre de diciembre de 2022, justamente ocho días antes que la administración del presidente Joe Biden decidió el 5 de enero de 2023  implementar una nueva política de ingreso para los nicaragüenses, cubanos y haitianos, misma que aplicó desde octubre del año pasado a los venezolanos. La medida cierra la frontera a las personas de estos cuatro países y abre las puertas de una deportación inmediata si ingresa irregularmente por la frontera sur. Esa habría sido mi historia si no hubiera decidido tomar esta travesía en diciembre, durante las fechas especiales y de unión familiar. 

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Cinco mil dólares cobraba un coyote para llevarme de Nicaragua hacia el borde fronterizo de Estados Unidos. Pero no tenía ni el dinero ni las ganas de endeudarme para después tener que trabajar para pagar tal cantidad. Decidí salir a la mano de Dios, como lo estaban haciendo miles y miles de migrantes más: sin un coyote. Guiado por activistas y perseguidos políticos que ya habían cruzado el mismo camino por donde yo pasaría. Fueron mil dólares los que llevaba escondidos en mi bolsa para todo el viaje, a sabiendas que en el camino cualquier persona te puede asaltar o asesinar para luego robarte. Es un peligro latente. 

De México me advirtieron muchas cosas, entre ellas el dudar de todo el mundo. Desde el taxista, el oficial de policía, el dueño del hospedaje, hasta de la persona que de la nada te da una botella con agua, quizás con alguna sustancia para dormirte y luego secuestrarte. Estando en México te das cuenta que cruzarlo es terriblemente agotador, porque su tamaño es tan grande como el miedo que se siente cada segundo en ese país. 

Las primeras advertencias…

El 16 de diciembre salí a las 5:00 de la mañana de mi casa con una vieja mochila que mi hermana me regaló hace cinco años. Mi mamá no estaba en casa porque tuvo que viajar hacia Boaco, un departamento en el centro de Nicaragua, ya que su madre, mi abuelita, había fallecido unos días antes. Yo no pude despedirme. Eso sería más desgarrador para ella. Mi hermana menor tenía tres días de haber tenido a su primer bebé y una sobrina había sido detectada con cáncer. Estaban ocurriendo cosas en la familia que me estaban sobrepasando. Tomé dos pantalones, un short, tres camisas y un par de zapatos. Y así me fui. Con mi cabeza llena de dudas e incertidumbre agarré el taxi hacia el aeropuerto para viajar desde San José, Costa Rica, hacia Ciudad de Guatemala, donde comenzó la travesía.

Tomé esa opción para evitar cruzar vía terrestre El Salvador, Honduras y la mitad de Guatemala. La otra opción era pagar una “excursión turística” en bus que antes del cierre fronterizo de Estados Unidos cobraba 150 dólares desde Managua y llegaban en dos días a Ciudad de Guatemala. Pero esa ruta está marcada por retenes de policías que en el trayecto se suben al bus para pedir coimas. Y así, poco a poco, te vas quedando sin dinero. Los retenes policiales aumentan, de país en país, mientras más se acerca uno hacia Estados Unidos. 

Las primeras “sugerencias” que te dan cuando llegas a Ciudad de Guatemala, pero también en México, es que te quites la chaqueta o el suéter que andas puesto porque eso te pone en la mira de los policías, asaltantes o secuestradores. Y es que la gente local se ha acostumbrado a vivir con el clima frío, entonces no ven la necesidad de usar un abrigo. Mientras que quienes migramos de países más tropicales o acalorados buscamos andar abrigados en la mínima presencia de lluvia, ventolera o frío. Entonces para camuflarse como un local, hay que andar igual que ellos. 

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En Ciudad de Guatemala hay dos opciones entre las más utilizadas para cruzar la frontera hacia México: Tecún Umán, donde unos hombres te cruzan sobre el río Suchiate en balsas improvisadas con neumáticos por unos 10, 20 o 30 dólares, dependiendo del buen o mal humor del día. Estos te dejan del otro lado de la frontera natural en Ciudad Hidalgo, ya en territorio mexicano. La segunda opción es por la frontera de La Mesía donde se debe pasar lo más desapercibido posible hacia Comalapa, en México, porque en este punto hay reportes de muchos casos de extorsiones y secuestros. Por eso, es menos utilizado por los migrantes. Pero además porque queda más largo de Tapachula, donde las autoridades mexicanas estaban dando en su momento el permiso humanitario para poder cruzar su territorio.

Yo llegué de Ciudad de Guatemala hasta Tecún Umán después de 10 horas en bus. Ahí dormí. En ese trayecto se cuentan más de seis retenes, todos a espera de los buses con migrantes para poder quitarles dinero y dejarlos avanzar. Mi bus solo fue parado por un retén al caer la noche, donde nos bajaron a unas 19 personas y nos pidieron, sin consideración alguna, 100 dólares “por cabeza”. Los que teníamos más facilidad de palabra comenzamos a platicar con ellos para tratar de concientizarlos. Pero la corrupción ya los tiene cegados. Terminamos entregándoles 50 dólares por cada uno. A unos jóvenes de República Dominicana se los llevaron aparte, los desnudaron y les quitaron más dinero. Los locales dicen que eso pasa porque los dominicanos “siempre llevan mucho dinero y los policías guatemaltecos ya lo saben”. En ese bus veníamos migrantes de al menos ocho nacionalidades distintas.

…México

Llegué a territorio mexicano el 17 de diciembre, cuando ya las autoridades no estaban dando el permiso humanitario para que los migrantes siguieran hacia el norte. A principios de 2022 lo estaban dando en Tapachula, estado de Chiapas, pero a finales de julio el Instituto Nacional de Migración (INM) instaló un campamento en San Pedro de Tapanatepec, estado de Oaxaca, donde dejaron de emitir el documento humanitario el 14 de diciembre. Dos días antes de que yo comenzara mi viaje. El pequeño poblado de San Pedro de Tapanatepec colapsó de tantos migrantes, en su mayoría de Venezuela huyendo de la situación social, política y económica que atraviesan con el régimen de Nicolás Maduro. 

El INM informó el pasado 14 de diciembre el cierre de sus instalaciones temporales en San Pedro Tapanatepec en un comunicado en donde no explicó los motivos de la medida. La nota de prensa sólo indicó que se continuaría apoyando a los migrantes en “otras instalaciones”, que no especificó. Ante el cierre, miles y miles quedaron varados en San Pedro y Tapachula, donde migrantes de decenas de países se iban acumulando y pedían a las autoridades que les pudieran resolver porque no planeaban quedarse en México sino seguir hacia Estados Unidos. Yo era uno de ellos. 

En Tapachula, donde estuve dos días analizando toda la situación para avanzar, hay coyotes o encomendados que te ofrecen el cielo y la tierra para caer en su trampa. Entre los mismos migrantes corre la voz que aceptar es exponerte a ser desaparecido, asesinado. Unos te ofrecen llevarte en lancha por el Océano Pacífico hasta Oaxaca, otros llevarte en furgón hasta Ciudad Juárez, otros llevarte en bus ruteado hasta Ciudad de México y otros conseguir documentos falsos para pasar tranquilamente los retenes. Todos ellos te piden el dinero adelantado. Quienes están más desesperados han caído en estas estafas, porque cuando les das el dinero desaparecen y no contestan más el número que te brindaron. 

Intento de secuestro: sobrevivir

Cuando uno es migrante se enfrenta a sí mismo mental, física y emocionalmente. Eso me pasó a mí en esos 13 días de viaje hacia Estados Unidos. El secreto mío y, según vi, el de cada migrante en ese trayecto incierto es aferrarse a Dios y orar con fe.  Eso me libró del intento de secuestro por parte de un coyote que a mí y a tres conocidos más nos ofreció cruzarnos desde Tapachula hasta San Pedro de Tapanatepec, donde es más fácil seguir avanzando hacia el centro de México. Nos confiamos de esta persona porque a otros dos conocidos de Nicaragua les estaba alquilando un cuarto desde hacía dos semanas. Decidimos aceptar la propuesta. Nuestro error fue el de muchos migrantes más: confiar en un desconocido en un país como México. 

El hombre, al que llamaban como “El Chino”, nos llevó hacia una casa un poco alejada del centro de la ciudad donde dijo que solo esperaríamos que llegaran los dos vehículos para movernos. Ahí comencé a sospechar que algo no andaba bien. Me cuestioné el porqué dos vehículos para trasladar únicamente a cuatro personas. Sin embargo, no podía decir nada porque “El Chino” salió de la casa y dejó a su ayudante con nosotros. Luego supe que no lo dejó para acompañarnos y estar tranquilos. Claramente fue para que nos vigilara. 

Mis sospechas no estaban mal. No pasaron ni dos horas cuando “El Chino” llegó con otro hombre armado, pidiéndonos el dinero, las cosas que andábamos y los celulares. Yo prudentemente lo llevaba apagado y con cinta adhesiva pegado en la pantorrilla, de modo que no hiciera ruido. Nos dejaron básicamente con lo que andábamos puesto. 

Él y sus dos compinches salieron de la habitación en donde estábamos, donde había ropa vieja y cajas, olía a moho, orines y ratones. Era una casa claramente usada para fines delincuenciales. “El Chino” comenzó a llamar a otra persona y se escuchó decir que nos moverían a “la otra casa para hacer la transacción”. Temblando y con un nudo en la garganta, empezamos a buscar por donde huir. La respiración se nos hacía más aguda, más helada y el corazón latía más rápido. Unas tablas detrás de unas cajas eran sin duda la vía de escape. 

En un descuido de los secuestradores las arrancamos intentando no hacer ruido y comenzamos a correr. Los delincuentes nos siguieron un trecho entre los matorrales y con temor a que dispararan corrimos hasta más no poder. Hasta que las piernas no daban para más y en nuestra mente pasaban miles de cosas sobre nuestras vidas. Teníamos los labios resecos y pálidos. Estábamos deshidratados. Eran casi las 5:00 de la tarde del 19 de diciembre.  

Sin dinero ni nada y en medio de la desesperación, salimos a una carretera donde tomamos un taxi, a quien le pagamos con un reloj que no lograron quitarle a Sebastián, uno de los tres conocidos con quienes sufrí el intento de secuestro. Tras lo sucedido volvimos a Tapachula centro y tomamos rumbos separados. Dos volverían a Nicaragua, dijeron. Dos decidimos seguir con el objetivo final. Esa noche no teníamos dónde dormir ni dinero para un hospedaje barato, así que nos quedamos en el Parque Central Miguel Hidalgo. La noche era fría.  Solo podías acuerparte en el calor de quienes ya no tienen nada que perder. Esa noche conocí a una salvadoreña a la que le decían “La Negra” y a un cubano al que le decían simplemente “Cuba”.

La caravana

La Negra, Cuba y yo logramos congeniar rápido y analizar los escenarios: teníamos que movernos de Tapachula antes que la administración Biden cerrara totalmente la frontera estadounidense. Debíamos movilizarnos rápido y sin el permiso humanitario, que ya no estaban entregando. Las opciones eran pocas o nulas, porque tampoco había dinero. Pensamos en que podíamos organizar una caravana de al menos 300 personas si nos disponíamos a buscar migrantes en parques, boulevares y albergues. Y así fue. De parque en parque, que son puntos de encuentro y de dormida de los migrantes, fuimos avisando que al día siguiente a las 6:00 de la tarde saldría una caravana migrante. La primera pregunta que nos hacían era sí había suficientes personas para salir sino nos devolverían las autoridades. Mentimos y dijimos que sí. Poco a poco nos organizamos en un chat grupal para comunicarnos mejor. La cantidad iba aumentando. 

Al día siguiente, 20 de diciembre, pasamos buscando más y más personas. Era claro que si salíamos solo 100, las autoridades migratorias nos podían parar, montar en dos buses y detenernos en la cárcel conocida como Siglo XXI. Era lo menos que queríamos porque eso implicaba estar recluido entre 10, 15 o 20 días, según la experiencia de quienes ya habían pasado por ahí. Todo el día pasamos motivando en el chat a la gente, pero a partir de las 5:00 de la tarde se puso más intenso. Poco a poco llegaban grupos de cinco, ocho o quince personas. La caravana iba tomando forma. Ese mismo 20 de diciembre conocí a una señora que regaló algo de ropa a varios migrantes. En mi caso me regaló una mochila negra para llevar una sábana, dos camisas y un par de zapatos.

Nos dieron las 6:20 de la tarde. Dimos dos vueltas alrededor del Parque Miguel Hidalgo para tratar de convencer a los que aún no estaban convencidos. Cuando vimos que ya estábamos unas 180 personas, La Negra, Cuba y yo nos vimos las caras y no necesitamos ni comunicación verbal, nuestras miradas sabían que debíamos salir. Así lo hicimos faltando 20 minutos para las 7:00 de la noche. 

Dos oficiales nos preguntaron que si saldríamos en caravana y que cuántos íbamos. Les cuestioné el porqué lo preguntaron y respondieron que no era “para nada malo”, que era para mandarnos “con una patrulla en el camino”. Con la duda de siempre en las autoridades y como si algo en mi mente me lo indicara, les dije que éramos 400. Les dupliqué la cantidad de los que éramos realmente. 

En el camino saliendo de Tapachula centro se fueron uniendo más migrantes hasta llegar a unos 230. Una patrulla policial efectivamente nos iba acompañando y grabando. En el frente La Negra, Cuba y yo, como si conocíamos la ruta. Pero ninguno conocía ni siquiera lo que había 500 metros adelante. Desde ese momento el Google Maps se volvió uno más al frente de toda esa gente.

El primer reto de esa caravana fue pasar precisamente el primer retén. Y como si de alguien experimentado se tratara, orienté que sacaramos los celulares al acercarnos al retén e hiciéramos como que grababamos. Quizás en Nicaragua aprendí que los policías o autoridades en general se detienen de cometer cualquier acto abusivo cuando saben que están siendo grabados.

Cuba les recomendó que al pasar caminaran rápido pero sin correr. Mientras que La Negra les sugirió no hacer escándalo y pasar callados. Así fue: tres orientaciones cumplidas a cabalidad. Al lograr pasar se escuchó en el ambiente un suspiro general y una risa de complicidad nos embargó. Sabíamos que ese retén no lo hubiéramos cruzado sino era de esa forma. Fue un primer triunfo que animó a todos a seguir, incluyendo a las familias que iban con menores de edad.

El cansancio pasando factura

Pasamos dos retenes más durante la noche. Pero el cansancio, el frío y unos zapatos inadecuados para caminar comenzaron a pasarle factura a muchos en la caravana. Quienes íbamos al frente tratábamos de motivar a la gente para seguir. Pero ya muchas mujeres y niños se estaban quedando atrás. Y eso no era recomendable. Nos dimos cuenta que debíamos parar y descansar en un parque de un poblado a la par de la carretera cuando un niño de cuatro o cinco años se desmayó por la fatiga. Aunque quisiera verme fuerte, mis pies también estaban resentidos. Habíamos avanzado unos 50 kilómetros. Eran las 2:30 de la madrugada. Se orientó que durmieran un poco porque a las 4:00 de la mañana saldríamos nuevamente.

Ese pequeño descanso ayudó mucho. Pero ya se veía que varias personas comenzaban a cojear de alguno de sus dos pies. Al amanecer del 21 seguíamos caminando. Pero hubo quienes decidieron regresar a Tapachula porque no aguantaban caminar más. Era entendible físicamente.

Desde ese momento sabíamos que poco a poco, como nos habían contado de otras caravanas, se empezaría también a desintegrar. Sin embargo, entre todos tratamos de apoyarnos para que nadie abandonara. Si no tenían agua, se les regalaba. Si ocupaban un abrigo o unas calcetas para evitar el roce fuerte del zapato, se les buscaban. Si no tenía para comprar algo de comer, se le compartía. Era una comunidad andante con distintos acentos. Todos hermanos de un mismo propósito.

Uno de los policías mexicanos que nos acompañaba aprovechó una breve parada que hicimos para reabastecernos de agua para preguntarme si yo era de Nicaragua o Venezuela. Le pregunté el porqué y me dijo que si era nicaragüense tratara de cambiar mi acento, porque los carteles en el centro y norte de México estaban secuestrando con mayor interés a las personas de Nicaragua. Sin embargo, no logró decirme a qué se debía este especial interés por los de mi país. Para mi fue una alerta que debía tener presente. Un susto como el que ya había pasado no quería repetirlo, ni mucho menos que se concretara. 

Cambio de estrategia

En el camino nos dimos cuenta que íbamos cada vez más lento y recorríamos menos kilómetros. Así que cambiamos de estrategia. Mujeres, niños y personas más agotadas tomarían busetas (“combis” les llaman en México) y le pedirían al conductor que los dejara antes del siguiente retén. En ese grupo siempre debía ir alguien con internet y conocimiento del uso de Google Maps para avisar a quienes quedamos atrás. La Negra, Cuba y yo íbamos en grupos distintos para coordinar a los demás. Siempre se debía esperar al último grupo para de ahí avanzar nuevamente en caravana y pasar el siguiente retén caminando. La estrategia funcionó y así pasamos tres retenes más. Los militares y agentes de migración nos veían pasar y solo grababan. 

Así fue hasta que llegamos al retén militar de un pueblo llamado Pijijiapan, fronterizo entre Chiapas y Oaxaca. Al acercarnos a unos 200 metros vimos que unos ocho guardias, pocos en comparación a los 150 que aún quedábamos en la caravana, se ponían en línea para evitar nuestro paso. Nos hicieron la señal de parar y lo hicimos. Uno de los oficiales de mayor rango nos dijo tranquilamente que ellos no podían dejarnos pasar al siguiente estado. “Lo que podemos hacer es llamar a alguien de migración a que hable con ustedes. Pero de aquí no puedo dejarlos pasar”, dijo, mientras reconocía lo respetuoso de esta caravana porque en otras las personas se habían puesto violentas. 

La mitad del grupo que iba más atrás nos abandonó por temor a ser detenidos y devueltos. Los que estábamos más adelante intentamos negociar con el guardia nuestra pasada. Mientras eso pasaba el grupo de atrás estaba bordeando el retén. Nosotros aceptamos que llegara solo el funcionario para escucharlo. Aunque en el fondo temíamos que llegaran más militares, policías y agentes migratorios a rodearnos y detenernos. 

Pero efectivamente, como dijo el guardia, solo llegó un funcionario migratorio que la salida que ofreció fue llevarnos de regreso a Tapachula, a la prisión de Siglo XXI donde nos “tratarían bien” mientras esperábamos el permiso humanitario hasta un día de enero de 2023. La decepción nos golpeó la cara y lo menos que pensábamos era en volver luego de todo el camino, sol, cansancio, desvelo y hambre que habíamos pasado. Le hice al funcionario una pregunta básica: “¿Usted cree sinceramente en lo que está diciendo?”. Y dijo la verdad: “No se los prometo”. 

Tras ver su cara y escuchar su respuesta le pedimos que nos dejara un momento ya que tomaríamos una decisión y se le respondería en breve. No había de otra más que darles las gracias, pero que regresaríamos por cuenta propia a Tapachula. Claramente era una mentira nuestra porque el grupo que nos dejó ya había enviado las coordenadas y orientaciones de cómo podíamos bordear el retén. Y así lo hicimos. Cruzamos dos ríos, dos potreros y al menos tres grandes fincas para salir a la carretera, bastante adelante del retén.

Esa fue la última vez que estuvimos como caravana, ya que en la medida que la gente fue saliendo a la carretera tenía que agarrar la primera buseta que pasara. Era riesgoso estar en esa zona. En mi caso salí con tres cubanos, otro nicaragüense, un colombiano y un chino, quienes en cuestión de unos minutos abordamos una buseta hacia el siguiente pueblo llamado Tonalá. Estos seis migrantes se volvieron mi nuevo grupo. El retén que dejamos atrás fue el último punto donde vi por última vez a La Negra y a Cuba. 

Un nuevo equipo

Así con el nuevo grupo fuimos avanzando de pueblo en pueblo, también fueron avanzando los días. En algunos de esos pueblos ni los buses, ni las busetas, ni los taxis o mototaxis suben a los migrantes y los que se arriesgan cobran hasta el triple del precio real. Cuando preguntamos a los lugareños por qué ocurría esto, comentaban que era por orientación de las autoridades comunales que les había prohibido transportar a gente migrante. Esos largos trayectos donde no logramos transporte público teníamos que caminarlos. En este punto ya tenía dificultad para caminar con el pie derecho. Sentía como un hierro metido en el tobillo. Un par de ampollas tampoco faltaron.

El chat de la caravana seguía funcionando como guía. Quienes íbamos adelante avisabamos a los que iban más atrás si había retenes o no, y viceversa. Era 23 de diciembre y seguíamos caminando. La misión era llegar el 24 de diciembre al centro del estado de Oaxaca. Y así fue. Lo logramos junto a otro grupo de 10 migrantes que también iban en la caravana y nos reencontramos. Lo logramos porque el conductor de un furgón se apiadó de nosotros al vernos caminar bajo el inclemente sol de ese 24 de diciembre y nos ofreció “un aventón”. Nos dejó antes del retén de Magdalena Tequisistlán.

Luego un muchacho con tatuajes de un pequeño camión de carga nos dio raid hasta antes del retén de Puerto San Bartolo. Ya para ese momento el cansancio y la fatiga era el que tomaba las decisiones. En este pueblo nos dijeron que era muy difícil que un bus nos montara. Pero cuando vimos una buseta, como un rayo de esperanza, se detuvo. Estaba vacía y alcanzamos los 17. Eran casi las 6:00 de la tarde del 24 de diciembre. Una salvadoreña, aún sudada y quemada por los rayos del sol, me dijo que el furgonero, el joven del camioncito y ese conductor eran tres ángeles puestos por Dios. 

Llegamos a Oaxaca el 24 de diciembre casi a las 10 de la noche. El conductor de la buseta nos dijo que no encontramos retenes por donde él pasó porque en esas fechas les dieron libres a los funcionarios. Aunque no era algo que habíamos calculado, sabíamos que fue bueno continuar sin parar todo ese día. Ya en Oaxaca nos movimos a dos estaciones de autobuses que viajaban a Ciudad de México. Pero en todas pedían para viajar el permiso humanitario. Ninguno lo tenía. Ese día, al menos necesitábamos sentir dignidad durmiendo en algo cómodo. Así que buscamos cerca un hotel barato para quedarnos. 

Al día siguiente, el 25 de diciembre, me moví temprano junto con un hondureño a buscar alguna otra opción en la estación de bus para viajar sin necesidad del permiso. Un hombre alto, vestido todo de negro, de bigotes y barba azabache, voz ronca y marcado acento mexicano se acercó en la estación. Me preguntó hacia dónde nos dirigíamos. Le dije que a Ciudad de México, que éramos 17 pero que no contábamos con el permiso. Me dijo que si teníamos pasaporte la empresa de buses para la que trabajaba nos llevaría. Pero que fuéramos en silencio para pasar desapercibidos. Así lo hicimos.

Como una especie de suerte, no había ningún retén desde Oaxaca hasta Ciudad de México. Salimos a las 10:30 de la mañana y llegamos a las 7:30 de la noche. Ahí me separé un momento del grupo, porque dos amigas activistas y compañeras de lucha me estaban esperando. Me llevaron a su casa y me ofrecieron comida. Ese día logré dormir cómodo, pero interrumpido por una tos que me afectaba desde unos tres días antes. 

A la mañana siguiente, desperté, comí, me bañé con agua caliente y las acompañé a realizar un mandado para medio conocer Ciudad de México. Luego, una de ellas me acompañó hasta donde estaban los demás del grupo. Ya en ese momento solo quedaban tres: otro nicaragüense, un colombiano y un chino, que había viajado a punta de señas con nosotros desde Tapachula. Él había escapado desde hacía tres meses de la China comunista del dictador Xi Jinping. 

En Ciudad de México nuevamente nos pidieron para viajar hasta Monterrey el permiso humanitario que ninguno de los cuatro teníamos. Una de las muchachas que atendía en una de las empresas de buses nos avisó que cerca estaban vendiendo unos permisos solo para comprar los boletos. Fuimos y los compramos. Y a como dicen, con el Cristo en la boca, nos enfrentamos ya al penúltimo trecho antes de llegar a la frontera con Estados Unidos. 

De Ciudad de México salimos a las 2:00 de la tarde del 26 de diciembre hasta Monterrey. Nos enfrentamos a 17 horas de viaje y llegamos el 27 de diciembre a las 5:30 de la mañana. Con hambre y sed. Pero para alegría nuestra en el trayecto no encontramos ningún retén. Aunque cada vez que el bus se detenía, el temor nos invadía el cuerpo completamente.

El final de todo

Al llegar a Monterrey, el chino Tian Dong nos hizo señas para que lo siguiéramos hasta una tienda en la misma estación de bus. Ahí compró café y galletas para Cruz, el otro nicaragüense; Marcos, el colombiano; y para mí. Él en su mente también sabía que estábamos en el último trecho. Tras comer algo nos sentamos a pensar ahora por dónde seguir. No era fácil porque teníamos cuatro opciones, todas con diferentes niveles de riesgos. 

La primera opción – y la más viable– era agarrar un bus hasta Ciudad Juárez, donde se llega después de 17 horas de bus. El trayecto relativamente es más seguro que todos los demás. La segunda opción era irnos por Piedras Negras, en el estado de Coahuila, y cruzar el conocido Río Bravo, que con sus aguas ha quitado la vida a miles de personas. Pero en ese trayecto hay unos nueve retenes, donde las autoridades ni en fechas especiales descansan, por lo que si nos detenían podían regresarnos. 

La tercera opción era esperar en Monterrey unos días hasta que saliera el tren hacia Piedras Negras. Representaba atrasarnos y gastar para dormir en algún sitio. De hecho, en Monterrey estaban concentrados en el albergue Casa Indi varios migrantes esperando desde una semana antes que saliera el tren. Pero esta opción, además de riesgosa porque en el trayecto se suben asaltantes para robar lo último que pueden llevar los migrantes, significaba esperar. Y sabíamos que tiempo era lo que menos teníamos. 

La cuarta opción era escoger irnos por Reynosa, Nuevo Laredo o Matamoros. Pero esta opción era la más peligrosa debido a que estas tres ciudades están controladas por los carteles. En estos sitios “las mismas autoridades te entregan a los carteles para que te secuestren”, nos contó don Carlos, un hombre de unos 57 años que estaba en la estación de bus en Monterrey y se acercó para aconsejarnos cuando escuchó que para llegar en menos tiempo nos iríamos por Nuevo Laredo. “Si te agarran y no llevas el nombre de algún coyote conocido, ahí mismo te asesinan”, dijo con vehemencia, agarrándose el sombrero. 

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Le hicimos caso y volvimos a repensar las cosas. Después de dos horas analizando, decidimos irnos por Ciudad Juárez, confiados en que todo saldría bien. Salimos de Monterrey a las 12:00 de la medianoche del 27 de diciembre y llegamos a Ciudad Juárez a las 9:00 de la noche del 28 de diciembre. De inmediato llamamos a un taxi que había llevado a otros amigos hasta la línea fronteriza. Seguramente nos vio extenuados y nerviosos que nos dijo: “Ya pueden estar tranquilos, están a punto de finalizar este recorrido”. Efectivamente sonreímos. 

Al llegar al punto, bajamos corriendo el taxi y nos metimos al canal o cauce de agua sucia que se cruza para estar ya en territorio estadounidense. Ya habíamos dejado ese México que nos probó física, mental y emocionalmente. Caminamos por el borde del muro y llegamos hasta la puerta donde estaban otros migrantes esperando que llegara la patrulla fronteriza.

El frío estaba intenso y había ropa tirada por todos lados, como una especie de señal dejada por los migrantes que ya habían ingresado oficialmente a Estados Unidos. Esa misma ropa dejada sirvió para quemarla y hacer una fogata para calentarnos mientras esperábamos a que vivieran por nosotros. Las autoridades nos llevaron de 15 en 15 hacia el centro de procesamiento y retención. Después de ahí cada quien se iría hacia alguno de los 52 estados de Estados Unidos. 

De las 230 personas con las que salí de Tapachula, en el sur de México, llegué a Estados Unidos con tres: Cruz, Marcos y Tian Dong, de quienes espero logren cumplir sus sueño. Yo, finalmente llegué a Maryland, estado de Virginia, después de recorrer un camino de más de 6,000 kilómetros.